Mis amores son voraces, explosivos, ambivalentes. Llegan sin previo aviso. Me desbordan como la espuma de la cerveza. Me llevan a la Luna para después regresarme al inframundo. Y ya de vuelta en el Tártaro, sentada sobre la roca de la incertidumbre, bajo la mirada de Cronos, el dios del tiempo, me juro que no volveré a amar. Pero lo digo con un guiño de esperanza, queriendo creer que si hay una próxima vez, será sin miedos y que llegaré más allá de la Luna. Me convertiré en un centauro y galoparé hacia otros cuerpos celestes. A mi trote dejaré una estela de fuego que durará un millón de años luz. Pasaré del cinturón de Kuiper y de la Nube de Oort. Conoceré otras estrellas y no sentiré la culpa ni la necesidad de volver. Porque los buenos viajes son sempiternos, tienen un inicio pero no un final.
En mi interior algo se despierta. Creo que es amor propio. Cronos me sonríe y yo comienzo a despegar.