Nos conocimios en verano, en un atardecer raro, con el sol todavía alto y los escaparates de las tiendas ya ocultos tras sus cortinas de acero. Vestía ligera, siempre de falda y sandalias. Culpaba al cambio climático de las noches repentinamente heladas, pero se negaba a cubrirse la piel en pleno agosto. Yo, en cambio, hombre de pocas palabras, llevaba jersey de lana.
Culpamos a la casualidad por el encuentro tan drástico e imprevisible, pero también lo agradecimos.
Éramos una estampa curiosa: Ella, blusas de lino. Yo, pantalón de pana. Mis manos siempre frías se fundían en el calor de sus pies, y el olfato de mi nariz se ahogaba en el olor a Glicina que su pelo desprendía. Nos gastamos el otoño entre los colores del atardecer.
La piel color arena se impregnó en mi memoria, y como “la memoria es la inteligencia de los tontos”, yo sigo sin poder olvidarla.
Finalizó noviembre y la casualidad nos volvió a colocar en posiciones diferentes, en el lugar que a cada uno le correspondía. Ella me quemaba y mi frío, aunque más débil que antes, la perjudicaba también.
Supe que llegó a París y confundió las lágrimas con copos de nieve. Después de ella, no volveré a ser tan frío como antes.
Ella era verano y yo invierno.